lunes, 30 de mayo de 2011

PABLO RINCÓN. GABRIEL HERNÁNDEZ SUÁREZ.CRÍTICO DE ARTE.



PABLO RINCÓN

GABRIEL HERNÁNDEZ SUÁREZ
Crítico de arte

Los sentidos están expectantes, atentos a una señal que los desestabilice, que los conmueva, que les indique el camino que los conducirá a sospechar que se encuentran frente a una obra de arte, pero el tiempo pasa y sólo perciben las señales banales de la vacia exterioridad que los consume. El espectador quiere entender, pero no entiende, quiere sentir pero sólo consigue sufrir el desacato de su lánguida pasionalidad.

Se encuentra atrapado en las formas estetizadas que la cultura actual gratuitamente le ofrece. Sólo comprende y siente las formas pastelosas que la sumisión a los medios masivos de comunicación coagulan en las intimidades de su ser bajo el nombre de cultura. A este panorama inquietante, opaco y absurdo se encuentra sometido el agobiado espíritu del ingenuo observador, a la espera de encontrar la calma por encima del sufrimiento y de la aflicción que le impone su insensibilidad artística. Trata de encontrar en la obra de Pablo Rincón un resquicio por el que pueda hacer fluir su precaria sensibilidad en busca de la esencia mas profunda y definitiva sin darse cuenta que la esencia no tiene intimidad sino presencia y ausencia simultáneamente. Este ir y venir elimina la posibilidad de una significación de fácil comprensión, por lo tanto, aguza la mirada sobre la superficie desollada de la obra, percibe su textura áspera y punzante y sufre la desgarradora realidad de una superficie pintada que ha sido lacerada.

Intenta comprender las formas pintadas bajo las agresiones violentas del afilado formón sin conseguir siquiera dilucidar la forma ingenua de la mancha caprichosa que se desaparece. Dirige su mirada intensa al primer plano, decepcionado de fracasar en un fondo incomprensible y absurdo para sus formas cotidianas. Se detiene a contemplar , a escrutar el mas mínimo vestigio de una línea que lo oriente, pero la línea termina siendo un trazo fortuito y casual que divaga azarosamente en su libre recorrido, deambula de forma desordenada por una superficie emborronada de manchas, caotizando aun mas las posibles interpretaciones del espectador.

Acostumbrado a interpretar el mundo con los sentidos y la razón, la tiranía de lo desconocido e incomprensible termina por doblegarlo. Lo confusamente evidente necesita de espíritus evidentemente confusos que no comprendan racionalmente sino que conviertan las opacas señales no en frustraciones sino en emociones intensas que glorifican un estado puro no pervertido por la alienación social y comercial.

Se desvanece la esperanza de encontrar en ese mar de dudas, al menos, algo bonito que palie el desasosiego de su impotencia. Lo bonito es buscado como relación de las mas placenteras formas de lo ya conocido, de lo ya sedimentado en el gusto popular. ¿Por qué no puede? La respuesta es muy sencilla, porque la educación y la cultura han consolidado en los ciudadanos inocentes, un código de leyes racionales para la aprehensión de lo artístico, que sus hijos con lamentable desacierto han elevado a la mas alta cima de los postulados críticos. Han hecho un altar donde se celebran los rituales mas pomposos del artificio y de las formas mas efímeras de la banalidad.

Este encadenamiento progresivo y constante de normas y códigos racionales en la contemplación de la obra de arte anula las formas necesarias que darán voz a la pasión interior cruelmente sometida a los designios de la cultura que, en su afán de alcanzar una civilidad, termina siendo más sanguinaria que la misma naturalidad que somete. Este espectador desprevenido y sin el beneficio de la sensibilidad estética termina siendo sometido al deleite vulgar de las cosas comunes carentes de arte. James Joyce devela las consecuencias negativas de los condicionamientos impuestos por la cultura en su libro “Escritos críticos”1 :

“ES PRECISO PRESCINDIR DE MUCHAS CONVENCIONES, YA QUE, SIN LA MENOR DUDA, LAS MAS INTERIORES REGIONES jamás se mostraran a quien esta subordinado a lo profano”.

Las verdaderas obras artísticas una vez terminadas nacen con saldo en rojo en las cuentas de la percepción lógica tradicional, generalmente alterada por necesidades exteriores impuestas por la voracidad mercantil de lo banal. Pablo Rincón huye de la cultura para burlarse de quienes dedican su vida a embalsamar las formas de los conceptos de la modernidad convertidos en clichés desprestigiados por la frialdad cínica de lo vulgar.

Quien pretenda asomarse al intrincado y caótico mundo de su obra debe dejarse atraer por la emoción que le provoca el sentarse en el reborde de su propia ingenuidad. El arte abre los cerrojos de ese silvestre mundo interior a quienes han descosido la sutura de su racionalidad para rescatar el ritmo pasional adherido a las intimidades dislocadas de la obra. Ese mundo interior que no se ve pero que algunos (muy pocos) pueden sentir, es real, muy real, como lo ratifica Robert Musil en sus “diarios”: “usted ve siempre más allá de las formas que envuelven las cosas y trata de rastrear los misteriosos acontecimientos de una existencia oculta”.

1 ESCRITOS CRITICOS PAG 106. JAMES JOYCE
2 DIARIOS PÁG. 42 ROBERT MUSIL.

Información suministrada por:
Pablo Rincón.

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